martes, 5 de julio de 2011

---> Espejos. Serie 2. Vincent Van Gogh y su espejo




Es ésta una estupenda y enigmática fotografía. Podría ser una de tantas grandes fotografías del S.XIX, pero esta lo es especialmente: el personaje de espaldas, de anchos hombros y que apoya desgarbadamente el peso de su cuerpo sobre un velador no es otro que Vincent Van Gogh (1853-1890). Se trata del único retrato fotográfico del genial pintor durante su prolífica vida artística, en él aparece de espaldas y conversando con el joven Émile Bernard (1868-1941).

Esta fotografía es uno de tantos objetos-fetiches que guardo entre el desorden de mis cajones y que con frecuencia observo desde hace ya varios años.

La fotografía fue hecha probablemente por Louis Anquetin (1861-1932), pintor y fotógrafo aficionado, amigo de Van Gogh, Bernard y Gauguin y no fue realizada precisamente en 1886 como consta en el pie de foto, sino en 1887 ya que Van Gogh no estuvo en Asniéres antes de esta fecha. Se ha especulado mucho sobre la intencionalidad de la fotografía y comúnmente es aceptada como una instantánea. No es cierto. Imagínense lo que suponía realizar “una instantánea” en 1887: La cámara debía pesar entre los 5 y 7 Kg, descontando el trípode, el disparador y el terciopelo negro entre otros muchos enseres, así como la preparación de la placa de bromuro de plata. Imposible pasar desapercibidos ni el fotógrafo ni el instante fotográfico. El personaje del fondo y que observa el objetivo de la cámara de Anquetin reafirma esta observación. A juzgar por su distancia y posición parece que la fotografía llevó tiempo prepararla.

El encuadre tampoco es casual. Los árboles esconden su propia perspectiva, son planos, y deliberadamente son el foco del objetivo y componen el centro de la imagen. La intencionalidad de la perspectiva es doble: de un lado el arenoso paseo de Asniéres con sus cercas y tabernas, del otro: Bernard y Van Gogh, pegados como planas marionetas de un collage bien compuesto, conversando junto a la ribera del Sena y cuya perspectiva se pierde lejanamente en la línea de horizonte del observador en el Puente de Asniéres y el paso del ferrocarril que  tantas veces pintaron ambos artistas. Es ésta una composición que llamaré de espejo-que-no-refleja la imagen pero si la psique de los pintores. Tanto la de Bernard como la de Van Gogh se encuentran contenidas y reflejadas a ambos lados del espejo. De un lado el tiempo detenido en el camino de las tabernas y los prostíbulos de ‘este mundo’, del otro el tiempo que pasa y fluye, diría: el tiempo que se les escapa, el tiempo del éxito, allá en el futuro y acelerado fluir del Sena hacia los puentes que tantas veces pintaron y que el río deja atrás. Pero entonces, en el momento de la fotografía, ambos artistas no lo sabían. Tendría que pasar el agua del Sena muchos años bajo los puentes de sus telas para que por fin se reconociera la valía de sus obras.

En este “juego de los espejos” podríamos incluir los autorretratos que Tanto Gauguin como Bernard pintaron en 1888. Ambos se autorretratan en el plano izquierdo del lienzo. Detrás, cada uno de ellos realiza un retrato de su contrario. El destinatario de ambos lienzos no es otro que el propio Vincent Van Gogh, a quien ambos dedican sus lienzos.



Émile Bernard. Autorretrato con retrato de Gauguin. Dedicado a Van Gogh. 1888. Oleo Museo Van Gogh. Amsterdam
Paul Gauguin. Les Miserables o Autorretrato con retrato de Bernard. Dedicado a Van Gogh. 1888. Oleo 45X55cm. Museo Van Gogh. Amsterdam



“Los espejos enfrentados” de Vincent Van Gogh se me antojan fundamentales para llegar a comprender el grueso de su obra así como su inestable personalidad: Apolo (la luz, el sol y la verdad) y Dionisos (la locura y el éxtasis) son una constante en toda su obra. Baste comentar sus cientos de autorretratos para reincidir en “el espejo” pero también su sinestésica bipolaridad cromática se antoja como arquetipo del espejo. Espejo de su alma es también su correspondencia con su hermano Theo así como el espejo que siempre le persiguió: su pequeño hermano, a quien nunca llegó a conocer y del que heredó su nombre: Vincent.
El espejo del entorno que ofrece la fotografía es insustancial para Van Gogh porque no es propia del ojo que observa el espejo de su alma. La fotografía no ‘siente’, no huele, no tiene textura, ni valor cromático,… la fotografía sólo ‘roba’ el paisaje y ni siquiera ofrece la posibilidad de proyectar “el espejo imaginado” que ofrece la naturaleza: pieza angular del pensamiento abstracto como único fin de la creación artística.
Van Gogh despreció siempre la fotografía “no fuera a ser que le robara el alma”. Su atelier fue siempre el propio paisaje, no era hombre de techos cerrados y su estudio siempre estuvo con él: en sus bolsillos y allá en donde picaba su caballete.  Como Santo Tomás, necesitaba ‘ver’ para creer, y así pintar ‘su’ verdad. En más de una ocasión le recriminó a Seurat su acercamiento a la fotografía “excesivamente científica y objetiva en sus resultados”. Van Gogh no necesitaba intercesiones previas, su fuego no era objetivo y su tormentoso análisis le privaba de la paciencia necesaria para medir los tiempos de ejecución de su pintura. Su inquieta personalidad no cuajaba con el tiempo detenido que ofrecía la fotografía.

Van Gogh posa ‘deliberadamente’ de espaldas en la fotografía de Anquetin. Es ‘su’ contribución a “los espejos” de Bernard y Gauguin, con su gabán y su gorro de terciopelo azul prusia (tal y como él mismo se autorretrató en varias ocasiones. Su misma desgarbada figura, pero de perfil, la inmortalizó su buen Tolouse-Lautrec en un magnífico retrato a pastel, precisamente ese mismo año de 1887 en una taberna.) Van Gogh mira hacia el horizonte que le ofrecen ‘sus’ puentes, a ambos lados del espejo dos rutas bien distintas: el camino de Asniéres (Dionisos) y el Sena (Apolo).

Tres años más tarde Van Gogh pintaría su última obra maestra, ya no existe aquel tiempo congelado de las tabernas y los prostíbulos ni aquel tiempo que pasaba y fluía con el Sena: el tiempo que se le escapaba a Vincent. Ahora también existen dos rutas pero en medio del lienzo un espejo nos revela que tan sólo se trata de un único camino, en esta ocasión la imagen reflejada es la misma. Vincent inicia su viaje final entre un encendido trigal amarillo y bajo un cielo azul profundo. Los cuervos le acompañan.


Justo Ruiz Granados



Es de oro el silencio. La tarde es de cristales azules.
Juan Ramón Jiménez





Vincent Van Gogh. Campo de trigo con cuervos. Julio 1890. 50X100cm. Museo Van Gogh. Amsterdam



Justo Ruiz Granados

2 comentarios:

  1. Aún recuerdo perfectamente aquel día que nos hablaste en clase de esta foto y de los dos retratos. Luego de sumergirme en el mundo de la fotografía empiezo a entender la grandeza de este arte... Lástima que no tenga una cámara de 7 kg. aunque sólo sea para montarla, desmontarla y ver cómo se las apañaban antiguamente sin equipo digital

    Pd: Estoy convencido que sabes quién soy, o por lo menos ya te lo he dicho

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  2. Me hago una idea de quién eres pero me reservo el derecho de la duda no vaya a ser que me equivoque.
    La fotografía es un una fuente de expresión muy inmediata pero siempre será necesario que el fotógrafo fije en su retina el alma de las cosas o la suya propia para que ésta pueda "hablar" por sí sola. La grandeza de Van Gogh está en "sostener" en su retina toda esa vitalidad del alma de las cosas y la suya propia en todo el proceso de ejecución de sus telas. Para ello hace falta un tremendo esfuerzo... bastante más que un simple "click".

    Gracias por tu comentario y hasta pronto
    Justo

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